Peregrina del amor
y el nacimiento, he vedado el silencio. Me adentré en la muerte, como un
desabrigo, y habité el viento. Recogí de los tibios huecos de árboles algunas
palabras, que aún desarmadas perpetuaban la voz de quienes las habían parido.
Ellas formaron una membrana de mundos inmensos que imperceptiblemente
humedecieron mis pies. Pies, que de pronto sumergidos, vieron brotar
magnolias y frambuesas, volviéndose enredaderas de lluvia vertical por mi
cuerpo. Allí en lo
profundo, pude sentir el crispamiento del latido en la consciencia de mi sexo.
Acaricié el vértigo. Besé la muerte, el más hermoso trance. Creí crecerme un
río, que fue arrastrando; y tuve miedo.
La carne volvió a enfriarse y pisé la tierra
temblando. Sin poder borrar la huella, dejando atrás esa arcilla: la misma que
forjó el misterio y una historia.